De nuevo con la mochila en la espalda, dejo la
cuna del candombe para iniciar el viaje de regreso a Lima, desde donde volaré
en un mes de vuelta a mis pagos; más de 4000 km. por delante, parte de los cuales
pienso quitarme de encima en pocos días. Así que empiezo con 10 horas de bus
hasta Rosario (Argentina), donde me reencuentro con mis compadres argentinos.
No es hasta última hora que, consultando el
mapa, me doy cuenta de que esta ciudad está a orillas del Río Paraná, uno de
estos inmensos ríos que cruzan medio continente, como el Uruguay (que junto a
su afluente Río Negro acabo de cruzar en el viaje). Y cuál es mi sorpresa cuando
me encuentro navegándolo en una lanchita al día siguiente para pasar la tarde
en una de sus islas, e incluso manejando
la lancha a la vuelta, con los últimos rayos de sol. El colofón a tan grato día
es un asadito argentino en la terraza de Tato, con un vinito y algo de
guitarreo. ¡Chévere!, o como dirían en Chile, ¡Cuático!
El fin de semana transcurre tranquilamente, con
un paseíto en bici por la ciudad, un recorrido por la feria artesana y un mate
junto al río mientras el sol despide el día. Incluso hay tiempo para (y esto
romperá el halo romántico que más de un* tendrá de mi viaje) para ver un Madrid-Barça:
curiosa situación; ¡por lo menos ganó el Barça!
E igual que me acogieron, me despiden con otro
asado, esta vez con chorizos para hacer unos choripanes, igualmente acompañados
con un vino y seguidos del ya habitual guitarreo.
Así que me voy yendo de aquí con el ánimo bien alto
y fuerzas para retomar el mochileo, encantado con los cuidados que me han dado
el Tato y el Cuervo (casa, comida, billares, el río,…) y también sus compas
(ricas paltas y rico vino).
Me quedan por delante dos días de viaje hasta
La Paz: 40 horas de viaje para los 2500 km. que separan ambas ciudades. Una
auténtica paliza para estar cuanto antes en Bolivia; allí me encuentro más
cómodo y, además, me están esperando.
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