domingo, 20 de abril de 2014

El Salkantay cierra el viaje (y el dulce sabor de la despedida)

Conforme van pasando las semanas cada vez me da más pereza arrancar de nuevo, rehacer la maleta y cambiar de sitio, y dejar Sorata me cuesta un poco más. Pero bueno, ahí que arranco y me voy para el Perú de nuevo, con cierto recelo de lo que me pueda encontrar en Cusco y la idea vaga de huir rápidamente hacia la selva, aunque sea solo por encontrarme con S. y sentirme un poquito más acompañado (que ya son muchas semanas de viaje "solo"). 
El viaje y la llegada se hacen más amenos con la compañía de una catalana muy maja con quien comparto unos buenos ratos y un bonito atardecer guitaleleando en el mirador de San Cristóbal, viendo al Cusco iluminarse y al nevado del Ausangate reflejar las últimas luces de la tarde (lo que lo hace todavía más atrayente). Pero esta ciudad es extremadamente turística, y eso me satura bastante; tanto que ya estoy pensando en salir de ella como sea cuando una compa de hostal me propone unirme a ella y otros dos belgas en un trekking por el Salkantay, por nuestra cuenta. Justo yo estaba pensando en proponerle el trekking del Ausangate, así que ¡estupendo! Esos cambios de última hora son una de las cosas que más he disfrutado en el viaje: salir a por el material que nos falta, comprar comida para varios días y tomarnos una cerveza de "hermandad" en la noche previa. 
A la mañana siguiente, a una hora en la que el sol todavía duerme (como deberíamos hacer nosotr*s), salimos en una combi hacia Mollepata y, a poco de llegar al pueblo, el día comienza a amanecer, dejándonos atónit*s con la imagen del Salkantay iluminado por los primeros rayos de sol: otro momento mágico.
Una vez en el pueblo comenzamos la caminata con las pesadas mochilas a la espalda y con las pilas a tope, y a última hora de la tarde, aún con algo de luz, llegamos a la zona de acampada. Ahí está el nevado a lo lejos y, en los alrededores, otras tantas cumbres nevadas. También otros tantos grupos de montañer*s con sus arrieros, mulas y guías.
Al día siguiente, con la idea de tratar de caminar sin tanta gente, salimos de l*s primer*s, pero la subida hacia el abra es bastante pronunciada y ahí las mochilas no nos ayudan mucho, por lo que acabamos alcanzad*s por los treks organizados. Aún así, la llegada al punto más alto del camino (unos 4.600 m.), con la presencia del glaciar y un bonito día despejado, unido al exigencia de la subida, hace que nos quedemos completamente maravillad*s. Por un momento no importa el frío viento que corre, ni las molestias de la altura y de la caminata, ni nada: solo disfrutar de estar ahí arriba. Por lo menos durante unos instantes; luego seguimos caminando para comer algo en algún sitio más protegido, y casi sin darnos cuenta vamos abandonando la alta montaña para adentrarnos en la selva, con sus bosques, sus cascadas...sus mosquitos...

El tercer día lo hacemos completamente por selva, subiendo y bajando un camino que sobre el mapa debería seguir una curva de nivel pero que en  realidad es una noria, aunque lo compensa con un buen surtido de frutas (fresillas silvestres, granadillas, paltas, limones,...) y alguna que otra imagen espectacular, como la de un campesino cruzando el río en una especie de tirolina bien larga y a considerables metros del río (¿más de 100?). En la Hidroeléctrica (punto desde el que parten gran parte de l*s visitantes al Machu Pichu) pasamos la noche y al día siguiente me despido de la grupeta, ya que no acaba de convencerme la idea de ir a Machu Pichu (muy caro, mucha gente, ...) y también, todo sea dicho, porque estoy deseando ver alguna posible felicitación por mi cumple. (La realidad superó con creces las expectativas: ¡mil gracias!)

Los días siguientes en Cusco me los tomo con tranquilidad, saliendo a comer al mercado con compas, invitado a un pisco sour fresquito, disfrutando de alguna chela por las noches, y con una guitarreada buena como despedida. Eso nunca falla.
Y, para cambiar la dinámica del viaje, ¡por fin consigo encontrarme con alguien de mi gente! S. me dice que está en Lima, así que quedo con ella, cojo el bus y me planto en la capital. Un cevichito y un cafelito junt*s para celebrar cumpleaños y reencuentro, para compartir experiencias y reflexiones de nuestros respectivos viajes y, ya de paso, para darnos ánimo para los días/semanas que nos queda a cada un* de periplo. Lástima tan poco tiempo, pero bien exprimido.

Como quien se acerca a las últimas casillas del tablero, yo llego a casa de la familia limeña que me acogió a la llegada, y con quien pasaré estos últimos días hasta la salida de mi vuelo de retorno. Ya no más buses, combis, hostales, mercados,... sólo un poco de tranquilidad, cocinar y preparar un poco al cuerpo para ir asentando lo que ha ido sucediendo en los últimos meses, que, al analizarlo con algo de perspectiva, va cobrando otras dimensiones. Hay cosas que seguramente han cambiado mucho por aquí dentro, y otras tantas que irán saliendo en los próximos días. Ya veremos...

Este viaje toca a su fin, y yo con ganas de que lo haga.
  Ya habrá tiempo de seguir con otros pero de momento, ¡tengo tantas ganas de veros!

sábado, 19 de abril de 2014

Con Fukuoka en los Andes (o las huertas que siempre relajan)

-David, ¿qué árbol es ese de ahí?- pregunto curiosamente.

-Un "mírameynometoques", como todos los de la huerta.- Me responde mi hospedador con semblante aparentemente serio.

¿Alguien encuentra al cuarto animalillo?
Empezar así ya me hace recordar al Viejo Antonio, el maestro en la selva del Sub, y de alguna manera me retrotrae a mi sensei serrano con su humor tan concreto. Parece que en la sierra, sea en una punta o en la otra del mundo, hay algo que modela de forma "universal" el carácter de sus habitantes.
Y eso me hace sentir un poco más como en casa, en mi terreno, que después del trajín de viajes de los últimos días (Rosario, La Paz, Copacabana, Isla del Sol,...) se agradece bastante. 

Sorata es un pueblito tranquilo, y más todavía lo es el Vergel de David, donde me voy a quedar unos días con otro intercambio de trabajo por alojamiento y comida. El camping-albergue-granja bien hace honor a su nombre, ya que está lleno de frutales (no tan vetados como parecía indicar la sentencia inicial) y es un lugar realmente precioso. Aquí paso los días  entre la huerta, los animales y alguna que otra caminata por los alrededores, aunque desde luego lo mejor de todo es levantarse cada día y desayunar contemplando un nevado de más de 6.000 m. de altura (el Illampu) enmarcado en un valle espectacular. De vez en cuando, después de unas horas de curro en la huerta permacultural-biodinámica-... incluso me doy un remojón en las gélidas aguas del río, que bajan directamente de esos picos nevados (en honor al "neopizzero" asturiano). Y es que el sitio es especial para pasar tranquilamente unos días relajado y despreocupado, en un entorno mágico, perfecto como último recuerdo de Bolivia antes de volver al Perú. Es más, un poco de trabajo físico me vendrá estupendo para preparar al cuerpo de cara al trekking que tengo entre ceja y ceja realizar por Cuzco (ya veremos...).


Y como quien no quiere la cosa me doy cuenta de que ha pasado más de una semana desde que llegué y va siendo hora de moverse, quien sabe si conseguiré sacar tiempo para encontrarme con S. por la selva, y más bien si las circunstancias lo van a permitir. Ganas desde luego no faltan, pero ya está visto que no siempre son suficientes.



Yo de momento me voy yendo para la Disneylandia inca, a ver qué tal lidio con el turisteo extremo...