sábado, 12 de julio de 2014

Me lo dijo papá...

Anda hoy correteando por la finca Daniel detrás de su amigo Lolo, algo mayor que él. A cada paso de éste le sigue el enano, como si fuese su sombra, tratando de ocupar siempre el espacio en que se encuentra su querido amigo. Por tan querido es que aprovecha hasta el último momento de su presencia, pues luego pasan semanas o meses en los que no lo ve, y se le hacen eternos. 

Y es que Daniel está bien enamorado de Lolo. A su manera (como cada un* tenemos la nuestra), siente ese amor sencillo y bello, casi puro, de la infancia, que todavía (por su corta edad) no ha sido sutilmente enajenado.

Ajeno a lo que se supone que debe ser, él se pasea bien ataviado con su aguayo, porteando en la espalda su muñeco, que tanto tiempo le costó dormir. Su padre, al verlo, no puede contener su horrorizado asombro y le espeta: 

-Pero, ¿se puede saber a qué juegas? 

El pequeño, con cierta indiferencia, le responde:

-Pues a qué va ser: llevo a mi bebé en la espalda. Es nuestro hijo, mío y de Lolo: él es el padre y yo soy la madre.

Atónito se queda el padre mientras Daniel continua su marcha.

Minutos mas tarde, tras una serie de sesudas e inútiles explicaciones, el padre decide arrebatarle el aguayo y el bebé a Daniel, y con ellos parte de su inocencia. 

Parece que hay cosas que un padre (por mochilero y rasta que sea),
 no puede consentir... 

domingo, 20 de abril de 2014

El Salkantay cierra el viaje (y el dulce sabor de la despedida)

Conforme van pasando las semanas cada vez me da más pereza arrancar de nuevo, rehacer la maleta y cambiar de sitio, y dejar Sorata me cuesta un poco más. Pero bueno, ahí que arranco y me voy para el Perú de nuevo, con cierto recelo de lo que me pueda encontrar en Cusco y la idea vaga de huir rápidamente hacia la selva, aunque sea solo por encontrarme con S. y sentirme un poquito más acompañado (que ya son muchas semanas de viaje "solo"). 
El viaje y la llegada se hacen más amenos con la compañía de una catalana muy maja con quien comparto unos buenos ratos y un bonito atardecer guitaleleando en el mirador de San Cristóbal, viendo al Cusco iluminarse y al nevado del Ausangate reflejar las últimas luces de la tarde (lo que lo hace todavía más atrayente). Pero esta ciudad es extremadamente turística, y eso me satura bastante; tanto que ya estoy pensando en salir de ella como sea cuando una compa de hostal me propone unirme a ella y otros dos belgas en un trekking por el Salkantay, por nuestra cuenta. Justo yo estaba pensando en proponerle el trekking del Ausangate, así que ¡estupendo! Esos cambios de última hora son una de las cosas que más he disfrutado en el viaje: salir a por el material que nos falta, comprar comida para varios días y tomarnos una cerveza de "hermandad" en la noche previa. 
A la mañana siguiente, a una hora en la que el sol todavía duerme (como deberíamos hacer nosotr*s), salimos en una combi hacia Mollepata y, a poco de llegar al pueblo, el día comienza a amanecer, dejándonos atónit*s con la imagen del Salkantay iluminado por los primeros rayos de sol: otro momento mágico.
Una vez en el pueblo comenzamos la caminata con las pesadas mochilas a la espalda y con las pilas a tope, y a última hora de la tarde, aún con algo de luz, llegamos a la zona de acampada. Ahí está el nevado a lo lejos y, en los alrededores, otras tantas cumbres nevadas. También otros tantos grupos de montañer*s con sus arrieros, mulas y guías.
Al día siguiente, con la idea de tratar de caminar sin tanta gente, salimos de l*s primer*s, pero la subida hacia el abra es bastante pronunciada y ahí las mochilas no nos ayudan mucho, por lo que acabamos alcanzad*s por los treks organizados. Aún así, la llegada al punto más alto del camino (unos 4.600 m.), con la presencia del glaciar y un bonito día despejado, unido al exigencia de la subida, hace que nos quedemos completamente maravillad*s. Por un momento no importa el frío viento que corre, ni las molestias de la altura y de la caminata, ni nada: solo disfrutar de estar ahí arriba. Por lo menos durante unos instantes; luego seguimos caminando para comer algo en algún sitio más protegido, y casi sin darnos cuenta vamos abandonando la alta montaña para adentrarnos en la selva, con sus bosques, sus cascadas...sus mosquitos...

El tercer día lo hacemos completamente por selva, subiendo y bajando un camino que sobre el mapa debería seguir una curva de nivel pero que en  realidad es una noria, aunque lo compensa con un buen surtido de frutas (fresillas silvestres, granadillas, paltas, limones,...) y alguna que otra imagen espectacular, como la de un campesino cruzando el río en una especie de tirolina bien larga y a considerables metros del río (¿más de 100?). En la Hidroeléctrica (punto desde el que parten gran parte de l*s visitantes al Machu Pichu) pasamos la noche y al día siguiente me despido de la grupeta, ya que no acaba de convencerme la idea de ir a Machu Pichu (muy caro, mucha gente, ...) y también, todo sea dicho, porque estoy deseando ver alguna posible felicitación por mi cumple. (La realidad superó con creces las expectativas: ¡mil gracias!)

Los días siguientes en Cusco me los tomo con tranquilidad, saliendo a comer al mercado con compas, invitado a un pisco sour fresquito, disfrutando de alguna chela por las noches, y con una guitarreada buena como despedida. Eso nunca falla.
Y, para cambiar la dinámica del viaje, ¡por fin consigo encontrarme con alguien de mi gente! S. me dice que está en Lima, así que quedo con ella, cojo el bus y me planto en la capital. Un cevichito y un cafelito junt*s para celebrar cumpleaños y reencuentro, para compartir experiencias y reflexiones de nuestros respectivos viajes y, ya de paso, para darnos ánimo para los días/semanas que nos queda a cada un* de periplo. Lástima tan poco tiempo, pero bien exprimido.

Como quien se acerca a las últimas casillas del tablero, yo llego a casa de la familia limeña que me acogió a la llegada, y con quien pasaré estos últimos días hasta la salida de mi vuelo de retorno. Ya no más buses, combis, hostales, mercados,... sólo un poco de tranquilidad, cocinar y preparar un poco al cuerpo para ir asentando lo que ha ido sucediendo en los últimos meses, que, al analizarlo con algo de perspectiva, va cobrando otras dimensiones. Hay cosas que seguramente han cambiado mucho por aquí dentro, y otras tantas que irán saliendo en los próximos días. Ya veremos...

Este viaje toca a su fin, y yo con ganas de que lo haga.
  Ya habrá tiempo de seguir con otros pero de momento, ¡tengo tantas ganas de veros!

sábado, 19 de abril de 2014

Con Fukuoka en los Andes (o las huertas que siempre relajan)

-David, ¿qué árbol es ese de ahí?- pregunto curiosamente.

-Un "mírameynometoques", como todos los de la huerta.- Me responde mi hospedador con semblante aparentemente serio.

¿Alguien encuentra al cuarto animalillo?
Empezar así ya me hace recordar al Viejo Antonio, el maestro en la selva del Sub, y de alguna manera me retrotrae a mi sensei serrano con su humor tan concreto. Parece que en la sierra, sea en una punta o en la otra del mundo, hay algo que modela de forma "universal" el carácter de sus habitantes.
Y eso me hace sentir un poco más como en casa, en mi terreno, que después del trajín de viajes de los últimos días (Rosario, La Paz, Copacabana, Isla del Sol,...) se agradece bastante. 

Sorata es un pueblito tranquilo, y más todavía lo es el Vergel de David, donde me voy a quedar unos días con otro intercambio de trabajo por alojamiento y comida. El camping-albergue-granja bien hace honor a su nombre, ya que está lleno de frutales (no tan vetados como parecía indicar la sentencia inicial) y es un lugar realmente precioso. Aquí paso los días  entre la huerta, los animales y alguna que otra caminata por los alrededores, aunque desde luego lo mejor de todo es levantarse cada día y desayunar contemplando un nevado de más de 6.000 m. de altura (el Illampu) enmarcado en un valle espectacular. De vez en cuando, después de unas horas de curro en la huerta permacultural-biodinámica-... incluso me doy un remojón en las gélidas aguas del río, que bajan directamente de esos picos nevados (en honor al "neopizzero" asturiano). Y es que el sitio es especial para pasar tranquilamente unos días relajado y despreocupado, en un entorno mágico, perfecto como último recuerdo de Bolivia antes de volver al Perú. Es más, un poco de trabajo físico me vendrá estupendo para preparar al cuerpo de cara al trekking que tengo entre ceja y ceja realizar por Cuzco (ya veremos...).


Y como quien no quiere la cosa me doy cuenta de que ha pasado más de una semana desde que llegué y va siendo hora de moverse, quien sabe si conseguiré sacar tiempo para encontrarme con S. por la selva, y más bien si las circunstancias lo van a permitir. Ganas desde luego no faltan, pero ya está visto que no siempre son suficientes.



Yo de momento me voy yendo para la Disneylandia inca, a ver qué tal lidio con el turisteo extremo...

lunes, 31 de marzo de 2014

De nuevo en La Paz (y más reencuentros fallidos)

Otra vez estoy en la capital boliviana, aunque esta vez con la idea clara de seguir hacia Sorata donde me espera L. (una de las compas argentinas de Samaipata), pero un vistazo al correo me hace cambiar de planes (¿un dejá vu?): S. (la compa francesa con quien fui a Samaipata) está todavía por aquí y pasará unos días en la Isla del Sol, por lo que me propone tratar de encontrarnos por allí. Así que, una vez más, giro al volante y para Copacabana, donde pasaré la noche antes de tomar el barco a la isla al día siguiente. Pero antes hay tiempo para otra de esas incómodas lecciones: los cuidados parten de cuidarse primero a un* mism*. Y es que, por ahorrarme unos poquitos bolivianos, y aún viendo una tormenta sobre el Titicaca (“¡bah! ni siquiera se oyen los truenos”), decido acampar, habiendo además pasado las dos últimas noches en buses. No paso más de media hora en la carpa cuando empiezo a oír los truenos, cada vez más cerca, hasta que, como dirían los galos, el cielo cae sobre mi cabeza. El agua acaba entrando en la tienda y calando poco a poco el saco, a lo que me voy encogiendo cada vez más huyendo del frío en los pies. Mi único consuelo es que al otro lado de la tienda, junto a la puerta, se acurruca un perro que me ha venido siguiendo toda la noche.
Con la mitad de mi equipaje mojado y la espalda un poco más contracturada, cojo el barco y me planto en la isla con la idea (complicada) de encontrarme con mi compa. Me doy una vuelta por Challapampa, paso por las ruinas de la zona norte y cruzo la isla hacia el sur, sin rastro de ella. Era de esperar; por lo menos disfruto de una bonita caminata (algo durilla con la mochila y a 4000 m.).
Aunque el reencuentro haya vuelto a ser fallido, la visita a la isla ha merecido la pena, y en más de una ocasión me ha traído a la cabeza recuerdos (incluso olores, extrañamente) de otros tantos pateos por la isla de mis amores, Menora (la mejor de todas, ¿verdad familia?).
Con el último barco me vuelvo a Copacabana para tratar de llegar en el mismo día a Sorata, donde, no sin algún contratiempo, consigo encontrarme con la compa argentina (por los pelos, ya que está por marcharse).
Contento y agotado, concluyo el maratón de viajes de estos días con otra moraleja (además de la de los autocuidados): los reencuentros fallidos no dejan de ser una experiencia positiva, los inesperados cambios de ultima hora y el subidón de adrenalina mientras tratas de encontrar a la otra persona, sean o no fructíferos, te hacen sentir vivo, te ves en movimiento por lo que quieres en ese momento y te alejan de la parálisis habitual ante los imprevistos.

Con suerte nos encontraremos en Córdoba, en Francia o en otros lugares, y nos reiremos de estos (re)encuentros no logrados.




sábado, 29 de marzo de 2014

De viaje por Rosario (o un rosario de viajes)

De nuevo con la mochila en la espalda, dejo la cuna del candombe para iniciar el viaje de regreso a Lima, desde donde volaré en un mes de vuelta a mis pagos; más de 4000 km. por delante, parte de los cuales pienso quitarme de encima en pocos días. Así que empiezo con 10 horas de bus hasta Rosario (Argentina), donde me reencuentro con mis compadres argentinos.
No es hasta última hora que, consultando el mapa, me doy cuenta de que esta ciudad está a orillas del Río Paraná, uno de estos inmensos ríos que cruzan medio continente, como el Uruguay (que junto a su afluente Río Negro acabo de cruzar en el viaje). Y cuál es mi sorpresa cuando me encuentro navegándolo en una lanchita al día siguiente para pasar la tarde en una de sus islas, e incluso manejando la lancha a la vuelta, con los últimos rayos de sol. El colofón a tan grato día es un asadito argentino en la terraza de Tato, con un vinito y algo de guitarreo. ¡Chévere!, o como dirían en Chile, ¡Cuático!

El fin de semana transcurre tranquilamente, con un paseíto en bici por la ciudad, un recorrido por la feria artesana y un mate junto al río mientras el sol despide el día. Incluso hay tiempo para (y esto romperá el halo romántico que más de un* tendrá de mi viaje) para ver un Madrid-Barça: curiosa situación; ¡por lo menos ganó el Barça!
E igual que me acogieron, me despiden con otro asado, esta vez con chorizos para hacer unos choripanes, igualmente acompañados con un vino y seguidos del ya habitual guitarreo.
Así que me voy yendo de aquí con el ánimo bien alto y fuerzas para retomar el mochileo, encantado con los cuidados que me han dado el Tato y el Cuervo (casa, comida, billares, el río,…) y también sus compas (ricas paltas y rico vino).
Me quedan por delante dos días de viaje hasta La Paz: 40 horas de viaje para los 2500 km. que separan ambas ciudades. Una auténtica paliza para estar cuanto antes en Bolivia; allí me encuentro más cómodo y, además, me están esperando.
Compadres, ¡siempre nos quedará Samaipata!




lunes, 17 de marzo de 2014

¡Mira Gara, tus primos! (lobeando por el Río de la plata)

Dice el Viejo Antonio que "las penas, si se duelen juntas, son alivio y sombra que alegra", así que parte del viaje a Montevideo es eso, compartir con M. las penas de empezar una nueva vida (aunque sea por un tiempito) en una nueva ciudad, en otro continente y lejos de tu gente querida. Acompañar y apoyar en el principio de una aventura. También compartir las alegrías, por supuesto.

Así que ahí andamos ella y yo, recién desembarcad*s, empujando una pesada maleta, que al poco pierde una rueda, por las solitarias calles de Montevideo: hoy es el último día de Carnaval y está todo cerrado y desierto. Así que difícil encontrar un sitio donde refugiarse de la lluvia que poco a poco empieza a hacer presencia, y más uno que sea asequible para bolsillos precarios, pero al final lo encontramos. Parece que las cosas han de empezar siempre un poco difíciles para que luego las apreciemos mejor, y siguiendo esa lógica, nos avisa nuestra compi de que no puede alojarnos esa noche, nos resulta imposible llamar por teléfono al resto contactos,...¡bien empezamos! Por suerte, encontramos la solidaridad en un encargado de Mc Donald's (curioso ¿no?) que nos deja un teléfono para llamar, y Dios cae del cielo convertido en K. (contacto de M.) que nos viene a recoger con el coche, nos acoge con un cafetito caliente y nos ofrece alojamiento mientras lo necesitemos. Os haréis una idea de lo que amamos a esta mujer en esos momentos, ¡por poco nos arrodillamos a besarle los pies! A ella y a F., su pareja, que nos brindan todos tipo de cuidados.

Ya con la tranquilidad de tener donde caernos muert*s, cogemos fuerzas y comenzamos a buscar piso, salimos a ver alguno, y comenzamos a hacernos con la ciudad. Una ciudad pequeñita para ser una capital (sobre todo después de venir de Buenos Aires, La Paz, Lima...), amanosa y cómoda, por la que poder moverse con cierta facilidad a pie, y además bonita: barrios enteros con edificios antiguos de una o dos plantas, varios jardines y una rambla bien grande. Así que mientras M. se hace a la uni y se organiza el semestre, yo me paseo por las playas (prismáticos en mano para ver qué aves me encuentro por aquí), por la rambla, y callejeo un poco en busca de jardines (al final uno acaba yendo a donde se siente cómodo).

Una vez acomodad*s y hech*s al ritmo de la uni, planificamos nuestro viaje de fin de semana a las playas del noreste uruguayo de las que nos han hablado en repetidas ocasiones: iremos a Valizas y de ahí a Cabo Polonio, en busca de ese espíritu salvaje que le rodea. Antes de partir, y como buen*s huéspedes, invitamos a nuestr*s anfitriones a que nos hagan un típico asado: M. pone la materia prima, F. el saber hacer. Y bien rico que quedó, nada mejor para afrontar unos días de caminatas.

Nos llevan hasta Punta del Este y de ahí seguimos haciendo dedo hasta Valizas, donde nos quedamos a dormir. Montamos la tienda y nada más anochecer empiezan a aparecer luciérnagas a nuestro alrededor: una aquí, otra allá, aquella lucecita revoloteando más lejos...¡precioso! Además, el cielo aquí es bien negro, no tenemos mucha luna y nada de contaminación lumínica, por lo que contemplamos un espectáculo maravilloso. Ahí está la Cruz del Sur, la única que sabemos reconocer pero suficiente para nosotr*s. 

¡Garota, mira tus primos!
Al día siguiente retomamos camino hacia el cabo, entre dunas y lagunas, con mochuelillos y teros por aquí y por allá, y algunos caranchos planeando sobre nuestras cabezas. Llegamos a Cabo Polonio y nos encontramos mucha más gente de la que esperábamos, así que vamos directos hacia el faro en busca de lo que veníamos oyendo a lo lejos desde hace rato: los lobos marinos. Y ahí están ellos, moles de cientos de kilos tomando plácidamente el sol, amagando de vez en cuando con enfrentarse por un palmo de terreno los más grandes o durmiendo a aleta tendida los más pequeños. Y yo, como os imaginaréis, flipando delante de estos bichos tan curiosos y espectaculares.

Ya bajado de la nube, damos una vuelta por el pueblo, que no acaba de ser lo que esperábamos (o por lo menos está demasiado explotado turísticamente para nuestro gusto), disfrutamos un ratito en la playa y salimos en busca de un buen sitio para plantar la tienda, a unos pocos km. del pueblo. Esa noche vuelve a ser bien linda, aunque no consigo ver algo que también buscaba: una noche de noctilucas que hagan foscorescer el océano.
El fin de semana termina ajetreado entre raites y bus para llegar a Montevideo, pero llegamos. 

La semana siguiente vuelve a ser una semana de calma, de vivir la ciudad sin más, haciendo la compra en la feria, cocinando para M. (y para mi, ¡claro!) y compartiendo ratitos con la compi de piso. También tratando de sacar algún peso en las bondis (buses) con el guitalele. 
El jueves es día de juerga en todo el mundo, ¿no? Por lo menos nosotr*s salimos un ratito como es costumbre, y por casualidad acabamos comiéndonos unos ricos niños envueltos (vegetarianos, eso sí) en un barecito magnífico, y ya luego tomamos la cervecita donde íbamos buscando. Tanto nos gustó el local vegetariano que volvimos el sábado para salir de allí a punto de explotar, saciad*s de dulce y sin un peso en el bolsillo (literalmente). Mereció la pena.

Y entre mercadillos, los palacetes y leoneras de un viejo dictador (hoy Museo de la Memoria), algo de folklore (callejero y de auditorio) y los últimos calores del verano, me voy despidiendo de Montevideo, poco a poco, mientras preparo el viaje a Rosario, donde parece que me esperan con las brasas casi listas para un nuevo asado y bastante calor humano. Así que iré preparando la mochila y buscando un buen vino.

Compadres ¡ya llego!


lunes, 10 de marzo de 2014

Choripán con chimichurri (a gustico en Buenos Aires)


Después de tanto jaleo de buses en la última semana, mi objetivo en Buenos Aires es descanso y algo de tranquilidad. Curioso que busque eso en una ciudad de millones de habitantes, pero así es. Estar con la familia, jugar con l*s peques, hacer mis cocinillas y tener cama fija por unos días (¡todo un lujo!).

Una vez repuesto de la llegada y asentado en casa, con toda una recepción de bife chorizo y vino, ya hubo ánimos para salir a dar algún paseo por la Costanera sur (una reserva natural en pleno centro de Buenos Aires), por los lagos y "bosques" de Palermo, y una visita al Planetario para saciar mi curiosidad por el novedoso cielo nocturno de estas latitudes (ya reconozco la Cruz del Sur, así que ya me puedo perder tranquilo!). 
Con M. ya en la ciudad la cosa se animó un poquito más y nos fuimos en busca de algunas murgas para conocer el carnaval porteño, probar algún choripan con su chimichurri, y pasarnos por el bar donde trabaja P. a probar alguno de los cocktails que prepara (un lugar bien chulo, aunque quede fuera de nuestro alcance).

Y para despedirnos bien de la ciudad antes de retomar viaje (esta vez hacia Montevideo), disfrutamos de lo lindo en la Feria del barrio de San Telmo, un "mercadillo" que ocupa nosecuantas cuadras del barrio en el que había de todo: música, tango, artesanía, comidas varias, antiguallas,... y sobre todo una fiestita de un club social en la que no pararon de tocarse y bailarse chacareras, y alguna que otra cumbia (con las que nos atrevimos a bailar algo más, que son más asequibles). ¡Lástima tener que volver a casa pronto porque teníamos el cuerpo bien jotero!

Todo un gusto haber pasado unos días en la otra punta del océano con mi prima, su compa y la trupe, en especial con el peque que aún no conocía. ¡Vaya par de bichos!


Y así, con una nueva recarga de pilas, vamos dejando Capital para ver qué tal nos acoge Montevideo, que M. se queda y yo quiero disfrutar de algunas semanitas en la ciudad, y en esas playas de las que tanto nos han hablado.






"En el coche de papá..." (l*s herman*s Calatrava uruguay*s)

Ahí andamos M. y yo haciendo dedo, camino de la playa, cuando un cochecito para y nos levanta de la ruta. Al subir vemos que en la parte de atrás viajan Beatricita y Daniel, hoy dos peques de unos 8 y 10 años que, de momento, van muy calladit*s.

Al rato su papá retoma un juego de acertar personajes y ya parece que se van soltando un poco. Comienzan diciendo alguna palabrita y al poco ya están soltando cualquier tontería a cada pregunta de su padre, que comienza a desesperarse. Las tonterías de Daniel parece que no le hacen mucha gracia a Beatricita (o son la excusa perfecta), y a cada payasada del uno, la otra responde con un botellazo en la cabeza con su botellín vacío. El padre les regaña constantemente y hace ademanes de parar el coche, pero de poco sirven.
Al final, l*s dos entablan una especie de competición calatravense en la que se retroalimentan mutuamente con sus payasadas, y ante semejante panorama, el padre no tiene más opción que desistir.

Ahí vamos M. y yo, uno delante y la otra atrás, conteniéndonos la risa y esperando que el padre no pare el coche de verdad, que se nos va a hacer muy tarde. Les ofrecemos un poquito de nuestro bizcocho (¡un poco, eh! que el fin de semana es largo y luego falta) y la peque tan contenta.

Ya nos dejan en el camino y prosiguen ell*s con su quilombo de viaje mientras nosotr*s nos reímos recordando nuestro viajes de infancia con nuestr*s respectiv*s herman*s, e imaginando lo divertid*s e insoportables que podríamos haber sido.

¡Calatrava's power!

viernes, 28 de febrero de 2014

Las prisas nunca son buenas consejeras (camino a Uyuni)

Después de pasar una semanita maravillosa en Samaipata, retomo camino hacia el sur boliviano para visitar lo que dicen es una de las maravillas naturales del mundo, el Salar de Uyuni. Quiero llegar en pocos días para poder estar pronto en Buenos Aires, así que paro poco tiempo en las ciudades a medio camino. 
Primero, y tras un viaje en bus que bien podría compararse con pasar 10 horas en un sillón masajeador de los que hay en los hipermercados (pero sin masaje ni acolchado respaldo, solo con traqueteo), llego a Sucre, la "ciudad blanca". Bien aconsejado me alojo en un hostal bien bonito, una antigua casa con sus patios interiores y todas las habitaciones abocadas a ellos, con sus escalinatas y balconadas de madera. 
Dejo mis cosas y en el mercado me repongo del viaje con una sopita de maní bien rica (¡las adoro!) y me doy una vuelta por la ciudad, buscando sobre todo un lugar de tránsito para probar suerte con el guitalele, y qué mejor sitio que la plaza de armas. En un par de horas discontinuas saco suficiente para el hostal y la comida, así que visito el museo etnográfico, en el que me encuentro con tres exposiciones, a cual mejor. La primera es una colección de máscaras de carnaval, la mayoría con los elementos simbólicos de las distintas etnias indígenas bolivianas; la segunda es una detallista representación de la vida de las tribus Uru-Chipaya, con maquetas fascinantes, como su estilo de vida; y la tercera es una muestra de arte plumario feminista de una artista boliviana, emigrante forzosa, que trata la situación de tantas mujeres ocultadas junto a su trabajo en las ciudades europeas más boyantes.
Me parece increíble encontrarme con semejante tesoro (y gratis). 

De Sucre parto al día siguiente hacia Potosí, algo desconfiante por la altitud (unos 4000 metros). La ciudad que me encuentro no me dice nada, no congeniamos. Además, su mayor atractivo turístico, y del que están bien orgullos*s aquí, son sus minas, que permitieron erigir una ciudad de la nada hace siglos, convertirla en el centro del mundo, y, a día de hoy, recuperarlas y asociarlas al turismo. Todo un hito...
Yo prefiero acercarme al Ojo del Inca, una laguna termal en la que acampo y paso una noche tras un bañito de 3 horas a 30 y pico grados, por suerte sin pestilentes olores sulfurosos (éstas aguas son de otro tipo). Allí presencio otra de tantas bregas culturales aquí: la de quienes quieren(queremos) todo gratis y la de quienes pretenden(viven de) sacar dinero por todo. En ella se mezclan todo tipo de alicientes: necesidad, supervivencia, racismo,... difícil sacar una conclusión.

Con un impulso más y con el tercer bus en tres días llego a Uyuni, una auténtica ciudad "fantasma" a simple vista, en la que todo parece estar completamente orientado al turismo del Salar y alrededores. Tras barajar la posibilidad de llegar por mi cuenta con las vagas informaciones que tenía, y viendo la dificultad de hacerlo, decido meterme en un tour para visitarlo, muy a mi pesar. Y la verdad es que acaba siendo un desastre: siempre acaban redileándote como oveja, y cuando uno está acostumbrado a ir por libre, de otra manera, es mucho más incómodo. Para colmo estamos en plena temporada turística y somos una caravana de vehículos que vomita centenares de turistas en cada parada, tod*s haciendo las mismas fotos, buscando los mismos efectos ópticos...¡ea! Por lo menos el Salar es realmente impresionante, cegador e inmenso, y creo que habría sido una verdadera pena no haber pasado por aquí. Descubro que la información que barajaba para venir sólo era demasiado imprecisa y podría haberme quedado algo tirado (esos 5 km caminando hasta la islita para acampar eran unos 75 km...).

Por último, tomo una combinación de buses que me llevan a la frontera y de ahí a Jujuy y Buenos Aires en tres días: una auténtica odisea para el fin de semana. Esta frontera es más cruda que la de Perú con Bolivia, muestra otra realidad que inquieta y desespera bastante.

Por fin empiezo la semana siguiente en Buenos Aires, ya "en casa", maravillosamente acogido y con tiempo para relajarme y reflexionar: 2800 km. y 6 autobuses en una semana no es plato de buen gusto, no es la forma de viajar que quiero, así que mejor no volver a repetirlo. Viajes largos y del tirón para unir puntos distantes, vale, pero solo para pasar tiempo a gusto en los sitios a los que quiera ir.

Replanteando el viaje...




El aviso del leke leke

El leke leke se pasea por la pampa andina escandalosamente, revoloteando por encima de nuestras cabezas. Salen de todas partes a nuestro paso, y algunos incluso aguantan desafiantes a unos metros mientras pasamos a su lado.

Cuentan por aquí que cuando el leke leke chilla por la tarde, hace las veces de meteorólogo de la estepa, augurando malos presagios: esa tarde caerá agua en forma de piedra. 
Por eso cuando empieza a bajar el sol y el pajarillo sigue con su cantadera, las gentes del campo levantan la cabeza, fruncen el ceño y siguen a mala gana con la tarea.

Esta tarde el leke leke chilló; 
el cielo se ennegreció y piedra cayó;
la papa morada parece que se rompió.

Beatricita (la niña taxista)

Tras una dura negociación, nos subimos a un taxi y me toca maletero (somos cinco y lo prefiero, iré más cómodo en la parte trasera de la ranchera, como en las fotos de infancia en el auto familiar). 
Ahí también viaja Beatricita, que es hija del taxista, así que compartimos viaje. 

Tardo tres intentos en adivinarle la edad (que para lo corta que es son muchos). Al principio me mira y no habla, casi ni siquiera responde a las preguntas que le hago, así que cambio de estrategia y paso al estilo indirecto: la mímica y hacer el tonto siempre funcionan (deben ser parte del lenguaje universal de los cuerpos). Le saco la lengua, me embizco y persigo una mosca imaginaria, emito ruiditos extraños, y todo eso parece que ya le gusta más.

Cuando me canso de imitar a un cerdo, ella suelta un ¡oink! que viene a decir: 

-¡Eh, que quiero seguir con el juego!

o me da una patadita para que siga entreteniéndola. Saco entonces mis prismáticos imaginarios y oteo el horizonte buscando algo misterioso, a lo que ella responde sacando los suyos y, como sincronizado, nos encontramos con nuestros prismáticos y su carcajada es monumental.

El ambiente se distiende cada vez más, y acabamos en una especie de competición de oinks, pedorretas, silbiditos, embizcamientos y demás calatravadas, antes los giros de cuello sorprendidos de nuetr*s compañer*s de viaje.

Y así, sin darme casi cuenta, llegamos a destino. Nosotr*s nos bajamos y ella se queda en el coche, medio risueña todavía, medio tristona porque se acabó el juego. Esperemos que la próxima persona con la que comparta maletero también le preste un poquito de atención (andan por aquí deidades rubias y blanquecinas que parecen no ver por debajo de sus hombros).

¡Oink!

Daniel (hoy, trotamundos)

Hoy me vuelvo a encontrar con Daniel. Tiene 3 años, una coletilla larga y dorada y unos ojos que ocupan casi todo su rostro. Viaja con su madre y su padre en una furgoneta que hace unos días les dejó tirad*s, por lo que hemos coincidido por unos días.

Para tener 3 años habla por los codos, es tremendamente despierto y no para ni cinco minutos: primero da vueltas y vueltas al patio con su patín, luego inventa cualquier juego para perseguirte o para que le persigas, y cuando se aburre de correr, agarra una pelota medio pinchada que anda por ahí y comienza a patearla, mirándote de reojo a ver si te unes al juego.

Es directo y pide lo que quiere, sin rodeos; o directamente lo hace. En el pueblito, de repente desaparece y se busca nuev*s amig*s, y cuando su madre se viene a dar cuenta está metido dentro de alguna casa, despreocupado de si debe o no entrar: sus amig*s entraron, el fue detrás (para susto colectivo ante la desaparición momentánea del enano). Y si está cansado, pues directamente pasa de todo: hoy, mientras su madre imparte un maravilloso taller de teatro para niñ*s, él, medio amodorrado todavía por la siesta de hace un rato, coge su mantita, la extiende a un lado de la patio y se tumba a mirar el quilombo que sucede a su alrededor (mientras el resto de peques pasan corriendo a su lado, lo saltan y gritan).

Sus amig*s hoy viven en la sierra y son de café; dentro de unos días serán distint*s...

Beatricita y Daniel (Historias menudas)


A Beatricita y a Daniel l*s encontré nada más llegar. Estaban en todas partes, allá donde iba l*s veía, la mayoría de veces acompañando a su madre en el sufrido intento de vender cualquier baratija, y otras veces eran ell*s quienes lo intentaban. 

A Daniel lo encontré a menudo en las esquinas de calles y plazas, limpiando botas y dando betún a caballeros de toda índole, a cara descubierta, inhalando los intensos vapores que mañana le carcomerán los pulmones (mañana...).


Aún cambiando de ciudad l*s he seguido encontrando, en ocasiones algo mayores, otras más pequeñ*s; más canela o más café; pero siempre en la calle, trabajando, jugando, durmiendo en el puestito del mercado que su madre regenta o bajo el carrito metálico que hace las veces del mismo, apoyad*s sobre unos cartoncitos para amortiguar el duro metal.

También l*s encontré en los buses, observándome curiosamente, o l*s vi desde la ventana caminando por la orilla de la carretera, junto a una mujer cargada de niñ*s y bártulos, casi indiferentes a las ráfagas de autobuses y camiones que pasan a pocos centímetros, peinándoles el flequillo.

Cada vez que l*s veo trato de sacarles una sonrisa, y a veces lo consigo, aunque otras me choco con una mirada perdida que hace que un escalofrío me recorra todo el cuerpo. 

Miradas menudas, menudas miradas...

lunes, 17 de febrero de 2014

Selvas ambiguas (unas que te echan y otras que atrapan)

No es ésta la mejor fecha para ir a la selva, cuando parte de Bolivia está catastróficamente inundada por la temporada de lluvias, y Villa Tunari no es una excepción. Agua por la mañana y por la noche; por arriba, por abajo y en el ambiente. 
Pero el bosque tropical tiene sus ventajas, y con tanta frondosidad la lluvia allá adentro no se nota tanto (las copas de los árboles hacen de improvisados paraguas). Así que, aprovechando las ventanas sin lluvia que se abren durante el día, pude darme una vueltita por el parque Machia (reserva de monos para su recuperación para la vida en libertad) y los alrededores de Villa Tunari, aunque al final siempre acabé empapado. Por lo menos vi bastantes aves, un armadillo y un mono (algo es algo).

Lo de las aves no deja de sorprenderme, ya que muchas de ellas son fácilmente reconocibles pero completamente distintas: un azor anaranjado, un avión azul celeste o un martín pescador marrón-negruzco.

En el hostal comparto ratos con tres chilen*s que me dan clases de jerga chilena y con quienes hago  grupo para visitar el Parque Nacional Carrasco (y así abaratar costes porque sólo es prohibitivo), con sus guarachos (aves emblemáticas del parque) y sus murciélagos (vampiro incluido). 

Sorprende pensar que lo que hoy es un bosque tropical espeso, hace menos de 40 años fueran cultivos de coca (si la reforestación fuese así por nuestras latitudes...), y también impresionan los ríos en esta época: grandes, muy anchos, marrones de tanta tierra que llevan y  muy bravos (nada de un bañito si aprecias tu vida).

Aún a pesar de haber podido hacer alguna salida, tres días seguidos lloviendo es suficiente, así que mejor me voy para Samaipata con S., también zona de selva pero más montañosa. Poco parece importar porque al día siguiente de nuestra llegada, en nuestra primera ruta, nos cae el diluvio universal y acabamos empapad*s (mis destrozadas botas ahora parecen la Fontana di Trevi, al pisar fuerte sale un chorrillo a propulsión por una grietecilla). Para colmo hemos pagado la entrada a un emplazamiento arqueológico (el Fuerte de Samaipata) con una ubicación maravillosa y unas vistas impresionantes que no podemos apreciar por estar literalmente entro de una nube.
Al final no hubo forma de vadear el arroyito
Pero dice el dicho que "lo que mal empieza está condenado a acabar genial" (¿o no era así?) y al final paso una semana completamente atrapado por el camping y su gente, por el pueblo, el mercado (con sus ricos sonsos y sus arepas), y por su naturaleza (las cuevas y sus cascadas, el Parque Nacional Amboró y sus helechos arborescentes, la huella de un jaguar,...).


El ambiente en el grupo es estupendo, a ritmo de cuecas y chacareras (ya tengo una nueva parada en el camino para visitar a los compadres rosarinos) y además consigo hacer un poco de intercambio en el camping como voluntario en las casitas de adobe que están haciendo (y más barata la estancia) y en una fiestecilla saco unos bolivianos con mis ricas tortillas de papas (por fin puedo permitirme el lujo de una cervecita boliviana).

Y aunque me quedaría una temporadita más larga en Samaipata (la vida es realmente cómoda aquí), tengo que seguir viaje para estar a tiempo en Buenos Aires (¡no falta nada para que llegue M.!), así que saco mi pasaje para un bus mortífero hacia Sucre y así ir dirigiéndome al sur (Sucre, Potosí, Uyuni...).

Espero que la vuelta a las alturas (Potosí, 4000 m.) me siente mejor que la última vez ...

lunes, 10 de febrero de 2014

Yo quisiera ser alpaca (penando hacia el Tunari)

Con mi mochila, mi carpa, y con avituallamiento que compré en el pueblo, me adentro en un bosquete de eucaliptos (que aquí abundan, no se porqué) con la idea de acercarme un poco al comienzo de la loma del cerro y a la vez alejándome algo del pueblo para pasar la noche. 
Ya de noche y con una tormenta sobre Cochabamba impresionante (aquí parece que no llegará), me meto en la carpa y busco algún cuentito del Viejo Antonio sobre la noche, para quitarme cierto canguelo por estar solo en mitad de la noche en un sitio que no conozco de nada. Y como era de esperar, el Sub y el Viejo Antonio no fallan y me cuentan "La historia de la noche": 

"Dice la gente que no es sabedora que guarda la noche muchos y grandes peligros, que es la noche cueva de ladrones, lugar de sombras y temores. Eso dice la gente que no sabe [...] La noche quedó pues, ahora con sus orillas y sus puertas y ventanas, nació su propia vida y se fue construyendo las luces que en la oscura nagua le cuelgan. Tiene la noche sus sombras, es cierto. Pero, sombras de las sombras, hombres y mujeres que en la montaña la habitan y cuidan, tienen sus propios destellos y, a su modo, también alumbran".

Y así, más tranquilo con las palabras del viejo, me voy a dormir (la próxima vez que coincidamos en el monte os cuento la historia entera).

A la mañana siguiente, tras un pequeño desayuno y bajo una llovizna de buenos días me encamino hacia el cerro. Primero por una senda difusa y, al poco, campo a través. Aunque me mantengo orientado viendo el cerro, el único camino que encuentro acaba siendo un barranquito por el que trato de ir subiendo, pero entre las piedras grandes y mis 15 kg. a la espalda la cosa no es que vaya muy bien. Y es que sí, la cabra tira al monte, pero aquí estamos en terreno de alpacas, y eso desearía ser yo ahora, porque me está matando esta subida...
Al final consigo subir hasta la base del cerro (después de casi 4 horas y calculo que unos 1000 metros de subida, aunque voy sin mapa y no tengo ni idea), y me propongo llegar hasta la cumbre del pico más cercano (que no es el Tunari pero también me vale). Dejo la mochila junto a un risco grande para afrontar el tramo final (con mis hojas de coca dentro, por despiste) y tiro para arriba, pero pronto mi agotado cuerpecillo y una niebla que no acaba de irse me dejan claro que no hace falta llegar al límite y que mejor volverse a tiempo (quedan muchos días de viaje). 
La bajada empieza igual que la subida, por un senderito de ganado que pronto desaparece, por lo que trato de seguir por donde puedo, a costa de varios tropezones y de acabar empapado (por la "lluvia inversa"). Satisfecho de llegar sano y salvo, aunque molido, me reencuentro en el pueblito con las voluntarias y l*s niñ*s de la escuelita, y aún saco algo de fuerzas para un basket con ell*s. Luego de un tesito de despedida en la Tinkuna dejo a las voluntarias y me busco un hostal. El lunes me reencontraré con S. (voluntaria francesa) para conocer Samaipata y con suerte alguna de las ecoaldeas que hay por allí, pero este finde me voy para la selva del Chapare, a Villa Tunari, a ver si las lluvias me respetan y bicheo un poquito.

Iré preparando el repelente de mosquitos...





Tropiezo en Cochabamba (el fiasco de la Red Tinku)

Con una mezcla de entusiasmo y desconfianza me voy acercando a Cochabamba: con ganas de pasar dos semanas estable con un proyecto interesante (trabajando junto a una comunidad rural) pero intranquilo por la advertencia de L. (que acaba de pasar unos días con la asociación) de que el voluntariado no es lo que aparece publicitado en la página web. 

Con todo eso, y tras un viaje peculiar (viajé junto a una señora que me contó su vida, la de sus hij*s, la del novio de su hija, la de sus perros, me invitó a un sandwich y a turrón,...) llego a Cochabamba y me dirijo a la Tinkuna, centro social de la asociación donde me alojaré junto al resto de voluntari*s. Sin apenas recepción de ningún tipo las primeras (y únicas) preguntas son sobre la aportación económica que debo hacer (si puedo darla en ese momento, a ser posible esa misma noche o mañana a primera hora,...) por lo que empezamos con mal pie: saben que salí hace 8 horas de La Paz, son las 23 h. y ni un pobre ofrecimiento de hospedaje ("¿qué tal el viaje?, ¿estás cansado?, ¿tienes hambre?"...); lo primero el dinero. 



El día siguiente (domingo) sirve para constatar que no hay buena organización (si es que la hay), aunque por lo menos disfruto visitando el mercado de la papa y del maíz: un montón de puestos de agricultor*s de la zona que traen este día sus productos, papas y maíces de diversos tamaños, formas y colores.
El lunes empezamos el trabajo y queda definitivamente claro que este no es mi sitio y que no voy a aguantar aquí muchos días más. La idea de trabajar con la comunidad rural en la construcción de una casita con materiales del lugar y en un huerto orgánico no existe: hay un terreno cedido a la asociación donde esta pretende hacer ambas cosas (casa y huerto) pero sin trabajar con la comunidad rural, y sin un proyecto claro (por lo menos en cómo llevarlo a cabo). Y para machacarme cavando y desbrozando ya tengo yo huertas en Murcia (¿verdad familia?). Así que decido aguantar un par de días más por la compañía junto a las demás voluntarias (todas chicas francesas, ¡qué casualidad!) y porque el espacio del que disponemos en Potrero (el pueblito) es realmente bonito. 
Por las tardes comenzamos haciendo un tallercito de teatro y algunos juegos con l*s peques de la escuelita, pero pronto quieren que les hagamos apoyo escolar (matemáticas, dictados,...) y eso tampoco es algo que me apetezca hacer, la verdad.

Así que con este panorama, me despido el miércoles del voluntariado y me voy al monte, a tratar de subir un cerrito que hay arriba del pueblo: el Machu Tunari, una mole rocosa que ronda los 5000 metros (estamos a unos 2600 m.).
Con la sociabilidad recargada y planes a corto plazo (seguiré viaje con algunas compañeras por Bolivia) me decido a pasar 1 o 2 días en el monte, para desquitarme un poco de la experiencia "voluntaril".

¡Y es que la cabra tira al monte!

lunes, 3 de febrero de 2014

Lluvia y creatividad femenina (La Paz)

Ya por fin me voy pa' Bolivia. En el bus comparto viaje con dos majísimos argentinos: ellos me dan galletitas y yo les doy agua-con-suerovitamínico-quesabeamedicina; yo les cuento mi semana peruana y ellos a mí su periplo de 4 días durmiendo y viajando de noche para trabajar de día con la música y los malabares tratando de sacar la plata para el pasaje (y pa' comer algo, claro): en 4 días han llegado de Guayaquil (Ecuador) a Copacabana (Bolivia). Allí nos despedimos y cojo mi bus a La Paz, en el que trato infructuosamente de vender alguna pulserita (la primera se la vendí a mi compi de bus anterior, por curiosa, jejeje).

Ya en La Paz callejeo hasta encontrar mi objetivo: la Virgen de los Deseos, la casa que Mujeres Creando gestiona como café, local y hospedaje, a parte de las actividades que ellas desarrollan allí. Un local precioso donde me doy el lujo de comerme un queque de queso con un tesito.

Al día siguiente (sábado) recibo la buena noticia de que L. (compa de la vendimia) está aquí, así que trato de encontrarla por el hostel por el que me ha dicho que para, pero al final no conseguimos encontrarnos. Nuestros viajes por Sudamérica van por caminos distintos, ¡nos veremos en otra!
Me voy entonces para la Alasita, la feria que se celebra estos días en honor al Ekeko, dios aymara. Allí compro unos regalitos en el puestecito de Mujeres Creando y ya de paso charlo con ellas un poquito de su historia y de su ahora, de las verdaderas políticas de Evo,... Todo un gusto charlar con ellas ese pequeño ratito, pero yo ya me voy y las voy dejando que a mi me esperan en Cochabamba, así que en otra ocasión más y mejor.

Me dejo La Paz y el Illimani (con sus más de 6000 metros) para otro día con más tiempo.