domingo, 20 de marzo de 2016

Feliz amebosidad

Ayer la peque con la que convivo me dijo que tenía una cosa para mí. Sacó de su carpeta una tarjetita envuelta en papel de colores y me regaló una manualidad que había hecho en el cole para el día del padre. “Es para ti”. A mí se me encogió el corazón y con toda la intención, queriendo saber qué pasaba por esa cabeza diminuta, le pregunté que si acaso yo era su padre, a lo que me contestó: “No, es que ... mi padre ... en realidad yo te lo quiero regalar a ti”.

Este momento lo llevo esperando desde hace tiempo. El momento en el que, de alguna manera, nombrásemos o le diésemos cuerpo a la relación que hay entre nosotr*s. Y es a la vez tan sencillo y tan complejo. Tan sencillo como reconocer que nos queremos y nos cuidamos, y somos importantes en la vida de la otra persona (a veces más fácil de expresar para una personita de 4 años que para una persona adulta). Y a la vez tan complejo como buscar un concepto o una categoría en la que encajar y no encontrarla, porque probablemente no exista en nuestro imaginario y tengamos que crearlo. Porque ni yo soy (ni seré) su padre ni ella es (ni será) mi hija, no creo que sea esa la categoría a la que queramos amoldarnos pero es el referente que tenemos, y con lo que nos bombardean: 
“No eres su padre/No es tu padre”.

Y sí, a nivel teórico o racional parece más fácil pensar que no es necesario buscar esa etiqueta/concepto/categoría (“en el fondo lo que importa es que os queráis, lo que hay entre vosotr*s,...”) pero el cuerpo pide algo más, algo concreto y tangible. 
No es tan fácil desmontar todo un imaginario con el que no comulgas y dejar en su lugar un vacío.
Nadie puede reconocerse en el vacío ni en la nada.

sábado, 12 de julio de 2014

Me lo dijo papá...

Anda hoy correteando por la finca Daniel detrás de su amigo Lolo, algo mayor que él. A cada paso de éste le sigue el enano, como si fuese su sombra, tratando de ocupar siempre el espacio en que se encuentra su querido amigo. Por tan querido es que aprovecha hasta el último momento de su presencia, pues luego pasan semanas o meses en los que no lo ve, y se le hacen eternos. 

Y es que Daniel está bien enamorado de Lolo. A su manera (como cada un* tenemos la nuestra), siente ese amor sencillo y bello, casi puro, de la infancia, que todavía (por su corta edad) no ha sido sutilmente enajenado.

Ajeno a lo que se supone que debe ser, él se pasea bien ataviado con su aguayo, porteando en la espalda su muñeco, que tanto tiempo le costó dormir. Su padre, al verlo, no puede contener su horrorizado asombro y le espeta: 

-Pero, ¿se puede saber a qué juegas? 

El pequeño, con cierta indiferencia, le responde:

-Pues a qué va ser: llevo a mi bebé en la espalda. Es nuestro hijo, mío y de Lolo: él es el padre y yo soy la madre.

Atónito se queda el padre mientras Daniel continua su marcha.

Minutos mas tarde, tras una serie de sesudas e inútiles explicaciones, el padre decide arrebatarle el aguayo y el bebé a Daniel, y con ellos parte de su inocencia. 

Parece que hay cosas que un padre (por mochilero y rasta que sea),
 no puede consentir... 

domingo, 20 de abril de 2014

El Salkantay cierra el viaje (y el dulce sabor de la despedida)

Conforme van pasando las semanas cada vez me da más pereza arrancar de nuevo, rehacer la maleta y cambiar de sitio, y dejar Sorata me cuesta un poco más. Pero bueno, ahí que arranco y me voy para el Perú de nuevo, con cierto recelo de lo que me pueda encontrar en Cusco y la idea vaga de huir rápidamente hacia la selva, aunque sea solo por encontrarme con S. y sentirme un poquito más acompañado (que ya son muchas semanas de viaje "solo"). 
El viaje y la llegada se hacen más amenos con la compañía de una catalana muy maja con quien comparto unos buenos ratos y un bonito atardecer guitaleleando en el mirador de San Cristóbal, viendo al Cusco iluminarse y al nevado del Ausangate reflejar las últimas luces de la tarde (lo que lo hace todavía más atrayente). Pero esta ciudad es extremadamente turística, y eso me satura bastante; tanto que ya estoy pensando en salir de ella como sea cuando una compa de hostal me propone unirme a ella y otros dos belgas en un trekking por el Salkantay, por nuestra cuenta. Justo yo estaba pensando en proponerle el trekking del Ausangate, así que ¡estupendo! Esos cambios de última hora son una de las cosas que más he disfrutado en el viaje: salir a por el material que nos falta, comprar comida para varios días y tomarnos una cerveza de "hermandad" en la noche previa. 
A la mañana siguiente, a una hora en la que el sol todavía duerme (como deberíamos hacer nosotr*s), salimos en una combi hacia Mollepata y, a poco de llegar al pueblo, el día comienza a amanecer, dejándonos atónit*s con la imagen del Salkantay iluminado por los primeros rayos de sol: otro momento mágico.
Una vez en el pueblo comenzamos la caminata con las pesadas mochilas a la espalda y con las pilas a tope, y a última hora de la tarde, aún con algo de luz, llegamos a la zona de acampada. Ahí está el nevado a lo lejos y, en los alrededores, otras tantas cumbres nevadas. También otros tantos grupos de montañer*s con sus arrieros, mulas y guías.
Al día siguiente, con la idea de tratar de caminar sin tanta gente, salimos de l*s primer*s, pero la subida hacia el abra es bastante pronunciada y ahí las mochilas no nos ayudan mucho, por lo que acabamos alcanzad*s por los treks organizados. Aún así, la llegada al punto más alto del camino (unos 4.600 m.), con la presencia del glaciar y un bonito día despejado, unido al exigencia de la subida, hace que nos quedemos completamente maravillad*s. Por un momento no importa el frío viento que corre, ni las molestias de la altura y de la caminata, ni nada: solo disfrutar de estar ahí arriba. Por lo menos durante unos instantes; luego seguimos caminando para comer algo en algún sitio más protegido, y casi sin darnos cuenta vamos abandonando la alta montaña para adentrarnos en la selva, con sus bosques, sus cascadas...sus mosquitos...

El tercer día lo hacemos completamente por selva, subiendo y bajando un camino que sobre el mapa debería seguir una curva de nivel pero que en  realidad es una noria, aunque lo compensa con un buen surtido de frutas (fresillas silvestres, granadillas, paltas, limones,...) y alguna que otra imagen espectacular, como la de un campesino cruzando el río en una especie de tirolina bien larga y a considerables metros del río (¿más de 100?). En la Hidroeléctrica (punto desde el que parten gran parte de l*s visitantes al Machu Pichu) pasamos la noche y al día siguiente me despido de la grupeta, ya que no acaba de convencerme la idea de ir a Machu Pichu (muy caro, mucha gente, ...) y también, todo sea dicho, porque estoy deseando ver alguna posible felicitación por mi cumple. (La realidad superó con creces las expectativas: ¡mil gracias!)

Los días siguientes en Cusco me los tomo con tranquilidad, saliendo a comer al mercado con compas, invitado a un pisco sour fresquito, disfrutando de alguna chela por las noches, y con una guitarreada buena como despedida. Eso nunca falla.
Y, para cambiar la dinámica del viaje, ¡por fin consigo encontrarme con alguien de mi gente! S. me dice que está en Lima, así que quedo con ella, cojo el bus y me planto en la capital. Un cevichito y un cafelito junt*s para celebrar cumpleaños y reencuentro, para compartir experiencias y reflexiones de nuestros respectivos viajes y, ya de paso, para darnos ánimo para los días/semanas que nos queda a cada un* de periplo. Lástima tan poco tiempo, pero bien exprimido.

Como quien se acerca a las últimas casillas del tablero, yo llego a casa de la familia limeña que me acogió a la llegada, y con quien pasaré estos últimos días hasta la salida de mi vuelo de retorno. Ya no más buses, combis, hostales, mercados,... sólo un poco de tranquilidad, cocinar y preparar un poco al cuerpo para ir asentando lo que ha ido sucediendo en los últimos meses, que, al analizarlo con algo de perspectiva, va cobrando otras dimensiones. Hay cosas que seguramente han cambiado mucho por aquí dentro, y otras tantas que irán saliendo en los próximos días. Ya veremos...

Este viaje toca a su fin, y yo con ganas de que lo haga.
  Ya habrá tiempo de seguir con otros pero de momento, ¡tengo tantas ganas de veros!

sábado, 19 de abril de 2014

Con Fukuoka en los Andes (o las huertas que siempre relajan)

-David, ¿qué árbol es ese de ahí?- pregunto curiosamente.

-Un "mírameynometoques", como todos los de la huerta.- Me responde mi hospedador con semblante aparentemente serio.

¿Alguien encuentra al cuarto animalillo?
Empezar así ya me hace recordar al Viejo Antonio, el maestro en la selva del Sub, y de alguna manera me retrotrae a mi sensei serrano con su humor tan concreto. Parece que en la sierra, sea en una punta o en la otra del mundo, hay algo que modela de forma "universal" el carácter de sus habitantes.
Y eso me hace sentir un poco más como en casa, en mi terreno, que después del trajín de viajes de los últimos días (Rosario, La Paz, Copacabana, Isla del Sol,...) se agradece bastante. 

Sorata es un pueblito tranquilo, y más todavía lo es el Vergel de David, donde me voy a quedar unos días con otro intercambio de trabajo por alojamiento y comida. El camping-albergue-granja bien hace honor a su nombre, ya que está lleno de frutales (no tan vetados como parecía indicar la sentencia inicial) y es un lugar realmente precioso. Aquí paso los días  entre la huerta, los animales y alguna que otra caminata por los alrededores, aunque desde luego lo mejor de todo es levantarse cada día y desayunar contemplando un nevado de más de 6.000 m. de altura (el Illampu) enmarcado en un valle espectacular. De vez en cuando, después de unas horas de curro en la huerta permacultural-biodinámica-... incluso me doy un remojón en las gélidas aguas del río, que bajan directamente de esos picos nevados (en honor al "neopizzero" asturiano). Y es que el sitio es especial para pasar tranquilamente unos días relajado y despreocupado, en un entorno mágico, perfecto como último recuerdo de Bolivia antes de volver al Perú. Es más, un poco de trabajo físico me vendrá estupendo para preparar al cuerpo de cara al trekking que tengo entre ceja y ceja realizar por Cuzco (ya veremos...).


Y como quien no quiere la cosa me doy cuenta de que ha pasado más de una semana desde que llegué y va siendo hora de moverse, quien sabe si conseguiré sacar tiempo para encontrarme con S. por la selva, y más bien si las circunstancias lo van a permitir. Ganas desde luego no faltan, pero ya está visto que no siempre son suficientes.



Yo de momento me voy yendo para la Disneylandia inca, a ver qué tal lidio con el turisteo extremo...

lunes, 31 de marzo de 2014

De nuevo en La Paz (y más reencuentros fallidos)

Otra vez estoy en la capital boliviana, aunque esta vez con la idea clara de seguir hacia Sorata donde me espera L. (una de las compas argentinas de Samaipata), pero un vistazo al correo me hace cambiar de planes (¿un dejá vu?): S. (la compa francesa con quien fui a Samaipata) está todavía por aquí y pasará unos días en la Isla del Sol, por lo que me propone tratar de encontrarnos por allí. Así que, una vez más, giro al volante y para Copacabana, donde pasaré la noche antes de tomar el barco a la isla al día siguiente. Pero antes hay tiempo para otra de esas incómodas lecciones: los cuidados parten de cuidarse primero a un* mism*. Y es que, por ahorrarme unos poquitos bolivianos, y aún viendo una tormenta sobre el Titicaca (“¡bah! ni siquiera se oyen los truenos”), decido acampar, habiendo además pasado las dos últimas noches en buses. No paso más de media hora en la carpa cuando empiezo a oír los truenos, cada vez más cerca, hasta que, como dirían los galos, el cielo cae sobre mi cabeza. El agua acaba entrando en la tienda y calando poco a poco el saco, a lo que me voy encogiendo cada vez más huyendo del frío en los pies. Mi único consuelo es que al otro lado de la tienda, junto a la puerta, se acurruca un perro que me ha venido siguiendo toda la noche.
Con la mitad de mi equipaje mojado y la espalda un poco más contracturada, cojo el barco y me planto en la isla con la idea (complicada) de encontrarme con mi compa. Me doy una vuelta por Challapampa, paso por las ruinas de la zona norte y cruzo la isla hacia el sur, sin rastro de ella. Era de esperar; por lo menos disfruto de una bonita caminata (algo durilla con la mochila y a 4000 m.).
Aunque el reencuentro haya vuelto a ser fallido, la visita a la isla ha merecido la pena, y en más de una ocasión me ha traído a la cabeza recuerdos (incluso olores, extrañamente) de otros tantos pateos por la isla de mis amores, Menora (la mejor de todas, ¿verdad familia?).
Con el último barco me vuelvo a Copacabana para tratar de llegar en el mismo día a Sorata, donde, no sin algún contratiempo, consigo encontrarme con la compa argentina (por los pelos, ya que está por marcharse).
Contento y agotado, concluyo el maratón de viajes de estos días con otra moraleja (además de la de los autocuidados): los reencuentros fallidos no dejan de ser una experiencia positiva, los inesperados cambios de ultima hora y el subidón de adrenalina mientras tratas de encontrar a la otra persona, sean o no fructíferos, te hacen sentir vivo, te ves en movimiento por lo que quieres en ese momento y te alejan de la parálisis habitual ante los imprevistos.

Con suerte nos encontraremos en Córdoba, en Francia o en otros lugares, y nos reiremos de estos (re)encuentros no logrados.




sábado, 29 de marzo de 2014

De viaje por Rosario (o un rosario de viajes)

De nuevo con la mochila en la espalda, dejo la cuna del candombe para iniciar el viaje de regreso a Lima, desde donde volaré en un mes de vuelta a mis pagos; más de 4000 km. por delante, parte de los cuales pienso quitarme de encima en pocos días. Así que empiezo con 10 horas de bus hasta Rosario (Argentina), donde me reencuentro con mis compadres argentinos.
No es hasta última hora que, consultando el mapa, me doy cuenta de que esta ciudad está a orillas del Río Paraná, uno de estos inmensos ríos que cruzan medio continente, como el Uruguay (que junto a su afluente Río Negro acabo de cruzar en el viaje). Y cuál es mi sorpresa cuando me encuentro navegándolo en una lanchita al día siguiente para pasar la tarde en una de sus islas, e incluso manejando la lancha a la vuelta, con los últimos rayos de sol. El colofón a tan grato día es un asadito argentino en la terraza de Tato, con un vinito y algo de guitarreo. ¡Chévere!, o como dirían en Chile, ¡Cuático!

El fin de semana transcurre tranquilamente, con un paseíto en bici por la ciudad, un recorrido por la feria artesana y un mate junto al río mientras el sol despide el día. Incluso hay tiempo para (y esto romperá el halo romántico que más de un* tendrá de mi viaje) para ver un Madrid-Barça: curiosa situación; ¡por lo menos ganó el Barça!
E igual que me acogieron, me despiden con otro asado, esta vez con chorizos para hacer unos choripanes, igualmente acompañados con un vino y seguidos del ya habitual guitarreo.
Así que me voy yendo de aquí con el ánimo bien alto y fuerzas para retomar el mochileo, encantado con los cuidados que me han dado el Tato y el Cuervo (casa, comida, billares, el río,…) y también sus compas (ricas paltas y rico vino).
Me quedan por delante dos días de viaje hasta La Paz: 40 horas de viaje para los 2500 km. que separan ambas ciudades. Una auténtica paliza para estar cuanto antes en Bolivia; allí me encuentro más cómodo y, además, me están esperando.
Compadres, ¡siempre nos quedará Samaipata!




lunes, 17 de marzo de 2014

¡Mira Gara, tus primos! (lobeando por el Río de la plata)

Dice el Viejo Antonio que "las penas, si se duelen juntas, son alivio y sombra que alegra", así que parte del viaje a Montevideo es eso, compartir con M. las penas de empezar una nueva vida (aunque sea por un tiempito) en una nueva ciudad, en otro continente y lejos de tu gente querida. Acompañar y apoyar en el principio de una aventura. También compartir las alegrías, por supuesto.

Así que ahí andamos ella y yo, recién desembarcad*s, empujando una pesada maleta, que al poco pierde una rueda, por las solitarias calles de Montevideo: hoy es el último día de Carnaval y está todo cerrado y desierto. Así que difícil encontrar un sitio donde refugiarse de la lluvia que poco a poco empieza a hacer presencia, y más uno que sea asequible para bolsillos precarios, pero al final lo encontramos. Parece que las cosas han de empezar siempre un poco difíciles para que luego las apreciemos mejor, y siguiendo esa lógica, nos avisa nuestra compi de que no puede alojarnos esa noche, nos resulta imposible llamar por teléfono al resto contactos,...¡bien empezamos! Por suerte, encontramos la solidaridad en un encargado de Mc Donald's (curioso ¿no?) que nos deja un teléfono para llamar, y Dios cae del cielo convertido en K. (contacto de M.) que nos viene a recoger con el coche, nos acoge con un cafetito caliente y nos ofrece alojamiento mientras lo necesitemos. Os haréis una idea de lo que amamos a esta mujer en esos momentos, ¡por poco nos arrodillamos a besarle los pies! A ella y a F., su pareja, que nos brindan todos tipo de cuidados.

Ya con la tranquilidad de tener donde caernos muert*s, cogemos fuerzas y comenzamos a buscar piso, salimos a ver alguno, y comenzamos a hacernos con la ciudad. Una ciudad pequeñita para ser una capital (sobre todo después de venir de Buenos Aires, La Paz, Lima...), amanosa y cómoda, por la que poder moverse con cierta facilidad a pie, y además bonita: barrios enteros con edificios antiguos de una o dos plantas, varios jardines y una rambla bien grande. Así que mientras M. se hace a la uni y se organiza el semestre, yo me paseo por las playas (prismáticos en mano para ver qué aves me encuentro por aquí), por la rambla, y callejeo un poco en busca de jardines (al final uno acaba yendo a donde se siente cómodo).

Una vez acomodad*s y hech*s al ritmo de la uni, planificamos nuestro viaje de fin de semana a las playas del noreste uruguayo de las que nos han hablado en repetidas ocasiones: iremos a Valizas y de ahí a Cabo Polonio, en busca de ese espíritu salvaje que le rodea. Antes de partir, y como buen*s huéspedes, invitamos a nuestr*s anfitriones a que nos hagan un típico asado: M. pone la materia prima, F. el saber hacer. Y bien rico que quedó, nada mejor para afrontar unos días de caminatas.

Nos llevan hasta Punta del Este y de ahí seguimos haciendo dedo hasta Valizas, donde nos quedamos a dormir. Montamos la tienda y nada más anochecer empiezan a aparecer luciérnagas a nuestro alrededor: una aquí, otra allá, aquella lucecita revoloteando más lejos...¡precioso! Además, el cielo aquí es bien negro, no tenemos mucha luna y nada de contaminación lumínica, por lo que contemplamos un espectáculo maravilloso. Ahí está la Cruz del Sur, la única que sabemos reconocer pero suficiente para nosotr*s. 

¡Garota, mira tus primos!
Al día siguiente retomamos camino hacia el cabo, entre dunas y lagunas, con mochuelillos y teros por aquí y por allá, y algunos caranchos planeando sobre nuestras cabezas. Llegamos a Cabo Polonio y nos encontramos mucha más gente de la que esperábamos, así que vamos directos hacia el faro en busca de lo que veníamos oyendo a lo lejos desde hace rato: los lobos marinos. Y ahí están ellos, moles de cientos de kilos tomando plácidamente el sol, amagando de vez en cuando con enfrentarse por un palmo de terreno los más grandes o durmiendo a aleta tendida los más pequeños. Y yo, como os imaginaréis, flipando delante de estos bichos tan curiosos y espectaculares.

Ya bajado de la nube, damos una vuelta por el pueblo, que no acaba de ser lo que esperábamos (o por lo menos está demasiado explotado turísticamente para nuestro gusto), disfrutamos un ratito en la playa y salimos en busca de un buen sitio para plantar la tienda, a unos pocos km. del pueblo. Esa noche vuelve a ser bien linda, aunque no consigo ver algo que también buscaba: una noche de noctilucas que hagan foscorescer el océano.
El fin de semana termina ajetreado entre raites y bus para llegar a Montevideo, pero llegamos. 

La semana siguiente vuelve a ser una semana de calma, de vivir la ciudad sin más, haciendo la compra en la feria, cocinando para M. (y para mi, ¡claro!) y compartiendo ratitos con la compi de piso. También tratando de sacar algún peso en las bondis (buses) con el guitalele. 
El jueves es día de juerga en todo el mundo, ¿no? Por lo menos nosotr*s salimos un ratito como es costumbre, y por casualidad acabamos comiéndonos unos ricos niños envueltos (vegetarianos, eso sí) en un barecito magnífico, y ya luego tomamos la cervecita donde íbamos buscando. Tanto nos gustó el local vegetariano que volvimos el sábado para salir de allí a punto de explotar, saciad*s de dulce y sin un peso en el bolsillo (literalmente). Mereció la pena.

Y entre mercadillos, los palacetes y leoneras de un viejo dictador (hoy Museo de la Memoria), algo de folklore (callejero y de auditorio) y los últimos calores del verano, me voy despidiendo de Montevideo, poco a poco, mientras preparo el viaje a Rosario, donde parece que me esperan con las brasas casi listas para un nuevo asado y bastante calor humano. Así que iré preparando la mochila y buscando un buen vino.

Compadres ¡ya llego!