Con la mitad de mi equipaje mojado y la
espalda un poco más contracturada, cojo el barco y me planto en la isla con la
idea (complicada) de encontrarme con mi compa. Me doy una vuelta por
Challapampa, paso por las ruinas de la zona norte y cruzo la isla hacia el sur,
sin rastro de ella. Era de esperar; por lo menos disfruto de una bonita caminata
(algo durilla con la mochila y a 4000 m.).
Aunque el reencuentro haya vuelto a ser
fallido, la visita a la isla ha merecido la pena, y en más de una ocasión me ha
traído a la cabeza recuerdos (incluso olores, extrañamente) de otros tantos
pateos por la isla de mis amores, Menora (la mejor de todas, ¿verdad familia?).
Con el último barco me vuelvo a Copacabana
para tratar de llegar en el mismo día a Sorata, donde, no sin algún
contratiempo, consigo encontrarme con la compa argentina (por los pelos, ya que
está por marcharse).
Contento y agotado, concluyo el maratón de
viajes de estos días con otra moraleja (además de la de los autocuidados): los
reencuentros fallidos no dejan de ser una experiencia positiva, los inesperados
cambios de ultima hora y el subidón de adrenalina mientras tratas de encontrar
a la otra persona, sean o no fructíferos, te hacen sentir vivo, te ves en
movimiento por lo que quieres en ese momento y te alejan de la parálisis
habitual ante los imprevistos.
Con suerte nos encontraremos en Córdoba, en Francia
o en otros lugares, y nos reiremos de estos (re)encuentros no logrados.
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