Ayer la peque con la
que convivo me dijo que tenía una cosa para mí. Sacó de su carpeta
una tarjetita envuelta en papel de colores y me regaló una
manualidad que había hecho en el cole para el día del padre. “Es
para ti”. A mí se me encogió el corazón y con toda la
intención, queriendo saber qué pasaba por esa cabeza diminuta, le
pregunté que si acaso yo era su padre, a lo que me contestó: “No,
es que ... mi padre ... en realidad yo te lo quiero regalar a ti”.
Este
momento lo llevo esperando desde hace tiempo. El momento en el que,
de alguna manera, nombrásemos o le diésemos cuerpo a la relación
que hay entre nosotr*s. Y es a la vez tan sencillo y tan complejo.
Tan sencillo como reconocer que nos queremos y nos cuidamos, y somos
importantes en la vida de la otra persona (a veces más fácil de
expresar para una personita de 4 años que para una persona adulta).
Y a la vez tan complejo como buscar un concepto o una categoría en
la que encajar y no encontrarla, porque probablemente no exista en
nuestro imaginario y tengamos que crearlo. Porque ni yo soy (ni seré)
su padre ni ella es (ni será) mi hija, no creo
que sea esa la categoría a
la que queramos
amoldarnos pero es el referente que tenemos, y con lo que nos
bombardean:
“No eres su padre/No es tu padre”.
Y
sí, a nivel teórico o racional parece más fácil pensar que no es
necesario buscar esa etiqueta/concepto/categoría (“en el
fondo lo que importa es que os queráis, lo que hay entre
vosotr*s,...”) pero el cuerpo
pide algo más, algo concreto y tangible.
No es tan fácil desmontar
todo un imaginario con el que no comulgas y dejar en su lugar un
vacío.
Nadie puede reconocerse en el vacío ni en la nada.