domingo, 20 de marzo de 2016

Feliz amebosidad

Ayer la peque con la que convivo me dijo que tenía una cosa para mí. Sacó de su carpeta una tarjetita envuelta en papel de colores y me regaló una manualidad que había hecho en el cole para el día del padre. “Es para ti”. A mí se me encogió el corazón y con toda la intención, queriendo saber qué pasaba por esa cabeza diminuta, le pregunté que si acaso yo era su padre, a lo que me contestó: “No, es que ... mi padre ... en realidad yo te lo quiero regalar a ti”.

Este momento lo llevo esperando desde hace tiempo. El momento en el que, de alguna manera, nombrásemos o le diésemos cuerpo a la relación que hay entre nosotr*s. Y es a la vez tan sencillo y tan complejo. Tan sencillo como reconocer que nos queremos y nos cuidamos, y somos importantes en la vida de la otra persona (a veces más fácil de expresar para una personita de 4 años que para una persona adulta). Y a la vez tan complejo como buscar un concepto o una categoría en la que encajar y no encontrarla, porque probablemente no exista en nuestro imaginario y tengamos que crearlo. Porque ni yo soy (ni seré) su padre ni ella es (ni será) mi hija, no creo que sea esa la categoría a la que queramos amoldarnos pero es el referente que tenemos, y con lo que nos bombardean: 
“No eres su padre/No es tu padre”.

Y sí, a nivel teórico o racional parece más fácil pensar que no es necesario buscar esa etiqueta/concepto/categoría (“en el fondo lo que importa es que os queráis, lo que hay entre vosotr*s,...”) pero el cuerpo pide algo más, algo concreto y tangible. 
No es tan fácil desmontar todo un imaginario con el que no comulgas y dejar en su lugar un vacío.
Nadie puede reconocerse en el vacío ni en la nada.