lunes, 31 de marzo de 2014

De nuevo en La Paz (y más reencuentros fallidos)

Otra vez estoy en la capital boliviana, aunque esta vez con la idea clara de seguir hacia Sorata donde me espera L. (una de las compas argentinas de Samaipata), pero un vistazo al correo me hace cambiar de planes (¿un dejá vu?): S. (la compa francesa con quien fui a Samaipata) está todavía por aquí y pasará unos días en la Isla del Sol, por lo que me propone tratar de encontrarnos por allí. Así que, una vez más, giro al volante y para Copacabana, donde pasaré la noche antes de tomar el barco a la isla al día siguiente. Pero antes hay tiempo para otra de esas incómodas lecciones: los cuidados parten de cuidarse primero a un* mism*. Y es que, por ahorrarme unos poquitos bolivianos, y aún viendo una tormenta sobre el Titicaca (“¡bah! ni siquiera se oyen los truenos”), decido acampar, habiendo además pasado las dos últimas noches en buses. No paso más de media hora en la carpa cuando empiezo a oír los truenos, cada vez más cerca, hasta que, como dirían los galos, el cielo cae sobre mi cabeza. El agua acaba entrando en la tienda y calando poco a poco el saco, a lo que me voy encogiendo cada vez más huyendo del frío en los pies. Mi único consuelo es que al otro lado de la tienda, junto a la puerta, se acurruca un perro que me ha venido siguiendo toda la noche.
Con la mitad de mi equipaje mojado y la espalda un poco más contracturada, cojo el barco y me planto en la isla con la idea (complicada) de encontrarme con mi compa. Me doy una vuelta por Challapampa, paso por las ruinas de la zona norte y cruzo la isla hacia el sur, sin rastro de ella. Era de esperar; por lo menos disfruto de una bonita caminata (algo durilla con la mochila y a 4000 m.).
Aunque el reencuentro haya vuelto a ser fallido, la visita a la isla ha merecido la pena, y en más de una ocasión me ha traído a la cabeza recuerdos (incluso olores, extrañamente) de otros tantos pateos por la isla de mis amores, Menora (la mejor de todas, ¿verdad familia?).
Con el último barco me vuelvo a Copacabana para tratar de llegar en el mismo día a Sorata, donde, no sin algún contratiempo, consigo encontrarme con la compa argentina (por los pelos, ya que está por marcharse).
Contento y agotado, concluyo el maratón de viajes de estos días con otra moraleja (además de la de los autocuidados): los reencuentros fallidos no dejan de ser una experiencia positiva, los inesperados cambios de ultima hora y el subidón de adrenalina mientras tratas de encontrar a la otra persona, sean o no fructíferos, te hacen sentir vivo, te ves en movimiento por lo que quieres en ese momento y te alejan de la parálisis habitual ante los imprevistos.

Con suerte nos encontraremos en Córdoba, en Francia o en otros lugares, y nos reiremos de estos (re)encuentros no logrados.




sábado, 29 de marzo de 2014

De viaje por Rosario (o un rosario de viajes)

De nuevo con la mochila en la espalda, dejo la cuna del candombe para iniciar el viaje de regreso a Lima, desde donde volaré en un mes de vuelta a mis pagos; más de 4000 km. por delante, parte de los cuales pienso quitarme de encima en pocos días. Así que empiezo con 10 horas de bus hasta Rosario (Argentina), donde me reencuentro con mis compadres argentinos.
No es hasta última hora que, consultando el mapa, me doy cuenta de que esta ciudad está a orillas del Río Paraná, uno de estos inmensos ríos que cruzan medio continente, como el Uruguay (que junto a su afluente Río Negro acabo de cruzar en el viaje). Y cuál es mi sorpresa cuando me encuentro navegándolo en una lanchita al día siguiente para pasar la tarde en una de sus islas, e incluso manejando la lancha a la vuelta, con los últimos rayos de sol. El colofón a tan grato día es un asadito argentino en la terraza de Tato, con un vinito y algo de guitarreo. ¡Chévere!, o como dirían en Chile, ¡Cuático!

El fin de semana transcurre tranquilamente, con un paseíto en bici por la ciudad, un recorrido por la feria artesana y un mate junto al río mientras el sol despide el día. Incluso hay tiempo para (y esto romperá el halo romántico que más de un* tendrá de mi viaje) para ver un Madrid-Barça: curiosa situación; ¡por lo menos ganó el Barça!
E igual que me acogieron, me despiden con otro asado, esta vez con chorizos para hacer unos choripanes, igualmente acompañados con un vino y seguidos del ya habitual guitarreo.
Así que me voy yendo de aquí con el ánimo bien alto y fuerzas para retomar el mochileo, encantado con los cuidados que me han dado el Tato y el Cuervo (casa, comida, billares, el río,…) y también sus compas (ricas paltas y rico vino).
Me quedan por delante dos días de viaje hasta La Paz: 40 horas de viaje para los 2500 km. que separan ambas ciudades. Una auténtica paliza para estar cuanto antes en Bolivia; allí me encuentro más cómodo y, además, me están esperando.
Compadres, ¡siempre nos quedará Samaipata!




lunes, 17 de marzo de 2014

¡Mira Gara, tus primos! (lobeando por el Río de la plata)

Dice el Viejo Antonio que "las penas, si se duelen juntas, son alivio y sombra que alegra", así que parte del viaje a Montevideo es eso, compartir con M. las penas de empezar una nueva vida (aunque sea por un tiempito) en una nueva ciudad, en otro continente y lejos de tu gente querida. Acompañar y apoyar en el principio de una aventura. También compartir las alegrías, por supuesto.

Así que ahí andamos ella y yo, recién desembarcad*s, empujando una pesada maleta, que al poco pierde una rueda, por las solitarias calles de Montevideo: hoy es el último día de Carnaval y está todo cerrado y desierto. Así que difícil encontrar un sitio donde refugiarse de la lluvia que poco a poco empieza a hacer presencia, y más uno que sea asequible para bolsillos precarios, pero al final lo encontramos. Parece que las cosas han de empezar siempre un poco difíciles para que luego las apreciemos mejor, y siguiendo esa lógica, nos avisa nuestra compi de que no puede alojarnos esa noche, nos resulta imposible llamar por teléfono al resto contactos,...¡bien empezamos! Por suerte, encontramos la solidaridad en un encargado de Mc Donald's (curioso ¿no?) que nos deja un teléfono para llamar, y Dios cae del cielo convertido en K. (contacto de M.) que nos viene a recoger con el coche, nos acoge con un cafetito caliente y nos ofrece alojamiento mientras lo necesitemos. Os haréis una idea de lo que amamos a esta mujer en esos momentos, ¡por poco nos arrodillamos a besarle los pies! A ella y a F., su pareja, que nos brindan todos tipo de cuidados.

Ya con la tranquilidad de tener donde caernos muert*s, cogemos fuerzas y comenzamos a buscar piso, salimos a ver alguno, y comenzamos a hacernos con la ciudad. Una ciudad pequeñita para ser una capital (sobre todo después de venir de Buenos Aires, La Paz, Lima...), amanosa y cómoda, por la que poder moverse con cierta facilidad a pie, y además bonita: barrios enteros con edificios antiguos de una o dos plantas, varios jardines y una rambla bien grande. Así que mientras M. se hace a la uni y se organiza el semestre, yo me paseo por las playas (prismáticos en mano para ver qué aves me encuentro por aquí), por la rambla, y callejeo un poco en busca de jardines (al final uno acaba yendo a donde se siente cómodo).

Una vez acomodad*s y hech*s al ritmo de la uni, planificamos nuestro viaje de fin de semana a las playas del noreste uruguayo de las que nos han hablado en repetidas ocasiones: iremos a Valizas y de ahí a Cabo Polonio, en busca de ese espíritu salvaje que le rodea. Antes de partir, y como buen*s huéspedes, invitamos a nuestr*s anfitriones a que nos hagan un típico asado: M. pone la materia prima, F. el saber hacer. Y bien rico que quedó, nada mejor para afrontar unos días de caminatas.

Nos llevan hasta Punta del Este y de ahí seguimos haciendo dedo hasta Valizas, donde nos quedamos a dormir. Montamos la tienda y nada más anochecer empiezan a aparecer luciérnagas a nuestro alrededor: una aquí, otra allá, aquella lucecita revoloteando más lejos...¡precioso! Además, el cielo aquí es bien negro, no tenemos mucha luna y nada de contaminación lumínica, por lo que contemplamos un espectáculo maravilloso. Ahí está la Cruz del Sur, la única que sabemos reconocer pero suficiente para nosotr*s. 

¡Garota, mira tus primos!
Al día siguiente retomamos camino hacia el cabo, entre dunas y lagunas, con mochuelillos y teros por aquí y por allá, y algunos caranchos planeando sobre nuestras cabezas. Llegamos a Cabo Polonio y nos encontramos mucha más gente de la que esperábamos, así que vamos directos hacia el faro en busca de lo que veníamos oyendo a lo lejos desde hace rato: los lobos marinos. Y ahí están ellos, moles de cientos de kilos tomando plácidamente el sol, amagando de vez en cuando con enfrentarse por un palmo de terreno los más grandes o durmiendo a aleta tendida los más pequeños. Y yo, como os imaginaréis, flipando delante de estos bichos tan curiosos y espectaculares.

Ya bajado de la nube, damos una vuelta por el pueblo, que no acaba de ser lo que esperábamos (o por lo menos está demasiado explotado turísticamente para nuestro gusto), disfrutamos un ratito en la playa y salimos en busca de un buen sitio para plantar la tienda, a unos pocos km. del pueblo. Esa noche vuelve a ser bien linda, aunque no consigo ver algo que también buscaba: una noche de noctilucas que hagan foscorescer el océano.
El fin de semana termina ajetreado entre raites y bus para llegar a Montevideo, pero llegamos. 

La semana siguiente vuelve a ser una semana de calma, de vivir la ciudad sin más, haciendo la compra en la feria, cocinando para M. (y para mi, ¡claro!) y compartiendo ratitos con la compi de piso. También tratando de sacar algún peso en las bondis (buses) con el guitalele. 
El jueves es día de juerga en todo el mundo, ¿no? Por lo menos nosotr*s salimos un ratito como es costumbre, y por casualidad acabamos comiéndonos unos ricos niños envueltos (vegetarianos, eso sí) en un barecito magnífico, y ya luego tomamos la cervecita donde íbamos buscando. Tanto nos gustó el local vegetariano que volvimos el sábado para salir de allí a punto de explotar, saciad*s de dulce y sin un peso en el bolsillo (literalmente). Mereció la pena.

Y entre mercadillos, los palacetes y leoneras de un viejo dictador (hoy Museo de la Memoria), algo de folklore (callejero y de auditorio) y los últimos calores del verano, me voy despidiendo de Montevideo, poco a poco, mientras preparo el viaje a Rosario, donde parece que me esperan con las brasas casi listas para un nuevo asado y bastante calor humano. Así que iré preparando la mochila y buscando un buen vino.

Compadres ¡ya llego!


lunes, 10 de marzo de 2014

Choripán con chimichurri (a gustico en Buenos Aires)


Después de tanto jaleo de buses en la última semana, mi objetivo en Buenos Aires es descanso y algo de tranquilidad. Curioso que busque eso en una ciudad de millones de habitantes, pero así es. Estar con la familia, jugar con l*s peques, hacer mis cocinillas y tener cama fija por unos días (¡todo un lujo!).

Una vez repuesto de la llegada y asentado en casa, con toda una recepción de bife chorizo y vino, ya hubo ánimos para salir a dar algún paseo por la Costanera sur (una reserva natural en pleno centro de Buenos Aires), por los lagos y "bosques" de Palermo, y una visita al Planetario para saciar mi curiosidad por el novedoso cielo nocturno de estas latitudes (ya reconozco la Cruz del Sur, así que ya me puedo perder tranquilo!). 
Con M. ya en la ciudad la cosa se animó un poquito más y nos fuimos en busca de algunas murgas para conocer el carnaval porteño, probar algún choripan con su chimichurri, y pasarnos por el bar donde trabaja P. a probar alguno de los cocktails que prepara (un lugar bien chulo, aunque quede fuera de nuestro alcance).

Y para despedirnos bien de la ciudad antes de retomar viaje (esta vez hacia Montevideo), disfrutamos de lo lindo en la Feria del barrio de San Telmo, un "mercadillo" que ocupa nosecuantas cuadras del barrio en el que había de todo: música, tango, artesanía, comidas varias, antiguallas,... y sobre todo una fiestita de un club social en la que no pararon de tocarse y bailarse chacareras, y alguna que otra cumbia (con las que nos atrevimos a bailar algo más, que son más asequibles). ¡Lástima tener que volver a casa pronto porque teníamos el cuerpo bien jotero!

Todo un gusto haber pasado unos días en la otra punta del océano con mi prima, su compa y la trupe, en especial con el peque que aún no conocía. ¡Vaya par de bichos!


Y así, con una nueva recarga de pilas, vamos dejando Capital para ver qué tal nos acoge Montevideo, que M. se queda y yo quiero disfrutar de algunas semanitas en la ciudad, y en esas playas de las que tanto nos han hablado.






"En el coche de papá..." (l*s herman*s Calatrava uruguay*s)

Ahí andamos M. y yo haciendo dedo, camino de la playa, cuando un cochecito para y nos levanta de la ruta. Al subir vemos que en la parte de atrás viajan Beatricita y Daniel, hoy dos peques de unos 8 y 10 años que, de momento, van muy calladit*s.

Al rato su papá retoma un juego de acertar personajes y ya parece que se van soltando un poco. Comienzan diciendo alguna palabrita y al poco ya están soltando cualquier tontería a cada pregunta de su padre, que comienza a desesperarse. Las tonterías de Daniel parece que no le hacen mucha gracia a Beatricita (o son la excusa perfecta), y a cada payasada del uno, la otra responde con un botellazo en la cabeza con su botellín vacío. El padre les regaña constantemente y hace ademanes de parar el coche, pero de poco sirven.
Al final, l*s dos entablan una especie de competición calatravense en la que se retroalimentan mutuamente con sus payasadas, y ante semejante panorama, el padre no tiene más opción que desistir.

Ahí vamos M. y yo, uno delante y la otra atrás, conteniéndonos la risa y esperando que el padre no pare el coche de verdad, que se nos va a hacer muy tarde. Les ofrecemos un poquito de nuestro bizcocho (¡un poco, eh! que el fin de semana es largo y luego falta) y la peque tan contenta.

Ya nos dejan en el camino y prosiguen ell*s con su quilombo de viaje mientras nosotr*s nos reímos recordando nuestro viajes de infancia con nuestr*s respectiv*s herman*s, e imaginando lo divertid*s e insoportables que podríamos haber sido.

¡Calatrava's power!