lunes, 17 de febrero de 2014

Selvas ambiguas (unas que te echan y otras que atrapan)

No es ésta la mejor fecha para ir a la selva, cuando parte de Bolivia está catastróficamente inundada por la temporada de lluvias, y Villa Tunari no es una excepción. Agua por la mañana y por la noche; por arriba, por abajo y en el ambiente. 
Pero el bosque tropical tiene sus ventajas, y con tanta frondosidad la lluvia allá adentro no se nota tanto (las copas de los árboles hacen de improvisados paraguas). Así que, aprovechando las ventanas sin lluvia que se abren durante el día, pude darme una vueltita por el parque Machia (reserva de monos para su recuperación para la vida en libertad) y los alrededores de Villa Tunari, aunque al final siempre acabé empapado. Por lo menos vi bastantes aves, un armadillo y un mono (algo es algo).

Lo de las aves no deja de sorprenderme, ya que muchas de ellas son fácilmente reconocibles pero completamente distintas: un azor anaranjado, un avión azul celeste o un martín pescador marrón-negruzco.

En el hostal comparto ratos con tres chilen*s que me dan clases de jerga chilena y con quienes hago  grupo para visitar el Parque Nacional Carrasco (y así abaratar costes porque sólo es prohibitivo), con sus guarachos (aves emblemáticas del parque) y sus murciélagos (vampiro incluido). 

Sorprende pensar que lo que hoy es un bosque tropical espeso, hace menos de 40 años fueran cultivos de coca (si la reforestación fuese así por nuestras latitudes...), y también impresionan los ríos en esta época: grandes, muy anchos, marrones de tanta tierra que llevan y  muy bravos (nada de un bañito si aprecias tu vida).

Aún a pesar de haber podido hacer alguna salida, tres días seguidos lloviendo es suficiente, así que mejor me voy para Samaipata con S., también zona de selva pero más montañosa. Poco parece importar porque al día siguiente de nuestra llegada, en nuestra primera ruta, nos cae el diluvio universal y acabamos empapad*s (mis destrozadas botas ahora parecen la Fontana di Trevi, al pisar fuerte sale un chorrillo a propulsión por una grietecilla). Para colmo hemos pagado la entrada a un emplazamiento arqueológico (el Fuerte de Samaipata) con una ubicación maravillosa y unas vistas impresionantes que no podemos apreciar por estar literalmente entro de una nube.
Al final no hubo forma de vadear el arroyito
Pero dice el dicho que "lo que mal empieza está condenado a acabar genial" (¿o no era así?) y al final paso una semana completamente atrapado por el camping y su gente, por el pueblo, el mercado (con sus ricos sonsos y sus arepas), y por su naturaleza (las cuevas y sus cascadas, el Parque Nacional Amboró y sus helechos arborescentes, la huella de un jaguar,...).


El ambiente en el grupo es estupendo, a ritmo de cuecas y chacareras (ya tengo una nueva parada en el camino para visitar a los compadres rosarinos) y además consigo hacer un poco de intercambio en el camping como voluntario en las casitas de adobe que están haciendo (y más barata la estancia) y en una fiestecilla saco unos bolivianos con mis ricas tortillas de papas (por fin puedo permitirme el lujo de una cervecita boliviana).

Y aunque me quedaría una temporadita más larga en Samaipata (la vida es realmente cómoda aquí), tengo que seguir viaje para estar a tiempo en Buenos Aires (¡no falta nada para que llegue M.!), así que saco mi pasaje para un bus mortífero hacia Sucre y así ir dirigiéndome al sur (Sucre, Potosí, Uyuni...).

Espero que la vuelta a las alturas (Potosí, 4000 m.) me siente mejor que la última vez ...

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