A Beatricita y a Daniel l*s encontré nada más llegar. Estaban en todas partes, allá donde iba l*s veía, la mayoría de veces acompañando a su madre en el sufrido intento de vender cualquier baratija, y otras veces eran ell*s quienes lo intentaban.
A Daniel lo encontré a menudo en las esquinas de calles y plazas, limpiando botas y dando betún a caballeros de toda índole, a cara descubierta, inhalando los intensos vapores que mañana le carcomerán los pulmones (mañana...).
Aún cambiando de ciudad l*s he seguido encontrando, en ocasiones algo mayores, otras más pequeñ*s; más canela o más café; pero siempre en la calle, trabajando, jugando, durmiendo en el puestito del mercado que su madre regenta o bajo el carrito metálico que hace las veces del mismo, apoyad*s sobre unos cartoncitos para amortiguar el duro metal.
También l*s encontré en los buses, observándome curiosamente, o l*s vi desde la ventana caminando por la orilla de la carretera, junto a una mujer cargada de niñ*s y bártulos, casi indiferentes a las ráfagas de autobuses y camiones que pasan a pocos centímetros, peinándoles el flequillo.
Cada vez que l*s veo trato de sacarles una sonrisa, y a veces lo consigo, aunque otras me choco con una mirada perdida que hace que un escalofrío me recorra todo el cuerpo.
Miradas menudas, menudas miradas...
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